«Si un día quedara cuadrapléjico, me dedicaría a la cocina»…
Cuando has perdido toda posibilidad de sentir con tu cuerpo y experimentar con tu alma algunas sensaciones, no te resta más que aferrarte a lo único que puede transportarte, emocionarte, herirte incluso, y si ello es tu boca, tu paladar(no tu estómago), aliméntalo.
Y precisamente a ello se abocaba con ferviente devoción Eduardo, luego de que hace cinco años un accidente automovilístico provocado por el exceso en el consumo del alcohol, le provocara perder la movilidad y, por ende sensación, en todo su cuerpo, «del cuello hacia abajo», aclaró el médico tratante.
Lo anterior le pareció un insulto sarcástico en el momento de escucharlo, cuando al mismo tiempo trataba de asimilar la muerte de su mejor amigo, que le acompañaba en el momento del accidente.
El diagnóstico, de momento, le pareció la muerte en vida, aun cuando no era «todo su cuerpo» ¿de que le serviría mantener viva la mente? era así, consciente de su parálisis, de su dependencia, de su nuevo papel de espectador, como debería pasar el resto de su existencia.
Pero tras unos meses, varios, en realidad, luego de la negación, resignación, aceptación y todas esas supuestas etapas que sobrevienen a una experiencia de esta magnitud, Eduardo se percató, además, de que contrario a sus expectativas, la vida le había reservado un placer, el sentido del gusto. Ahora su boca era el «órgano» que le proporcionaba los mejores ratos.
Y es que al asimilar su nueva condición en el mundo, su nueva forma de vivir, sin en realidad habitar su vida, esta «única» sensación a la que de pronto se vio aferrado como al mejor de los vicios, fue la comida, primero por su olor durante el tiempo de cocción, y después por el sabor que sentía, a veces de a poco, otras en arrebato, no solo en su boca, sino en su alma.
Cada bocado que sentía en su boca lo transportaba a un país distinto y sólo visitado en su imaginación gracias a la oportuna aparición de documentales y revistas que muestran formas de vida nunca concebidas para alguien con tan poco acceso al mundo propio, ese que le rodea.
Tras pasar un par de años viviendo en casa de sus padres, entre sesiones de «rehabilitación», psicoanálisis, aromaterapia, acupuntura, reiki, desprendimientos, regresiones y hasta un remedio recomendado por la vecina de la abuelita del primo de marcos el jardinero, Eduardo vio la luz con el ofrecimiento de Ofelia, su hermana, para abrir un restaurante.
No había en la ciudad comensal mas exigente y experto que el cuadrapléjico de la calle Rivas, era ya del conocimiento público. La comida era ahora su vida y era hora de ponerla a rodar.
Era ya el tercer aniversario del lugar ubicado en Condenados No. 37, el nombre de la calle es mera coincidencia, pero que el local ostente en el brillante letrero «Anda y Ve…» era una simple forma de tomar con humor la condición del flamante dueño, administrador y jefe de cocina que no dejaba de recorrer el lugar en su silla de ruedas perfectamente adaptada.
Las especias y la repostería eran la motivación de cada mañana para Eduardo, utilizando unas y aplicando la otra pasaba los días de sus ahora 28 años de edad.
El día inicia con la taza de café a sorbos y con popote, mientras se idea el menú del día, se enlistan los ingredientes y se esperan con la mayor paciencia posible para dar inicio con la elaboración.
La especialidad de la casa es un platillo cocinado a base de salmón, champiñones, ajo, cebolla y mantequilla, acompañado por una guarnición de papás con espinacas, de nuevo ajo(ingrediente base de esta cocina) y nuez, todo bañado con una salsa agridulce de tomate y miel, pero hoy por celebrar su cumpleaños se incluyó un pastel concebido solo en los buenos sueños nocturnos.
El cacao, la miel, almendras, un poco de durazno y fresas en trozos, chocolate amargo, jerez y licor de café, cada sabor desfilaba por su paladar como las ruinas, paisajes, aldeas, desiertos, mares, ríos y montañas que existen allá, fuera de su hogar, probablemente en cada esquina de otras ciudades.
Todo esto fue llenando pequeños espacios, primero minutos, luego horas, días enteros, meses, hasta convertirse en el centro alrededor del cual giraban los soles y lunas de los ahora casi seis años desde el descubrimiento, obligado por las circunstancias, de esta vocación.
Cada mesa del lugar la ocupan comensales regulares, muchos amigos de Eduardo reunidos para celebrar su cumpleaños. Cuando el joven flaco, desgarbado, con mirada desorbitada y blanco transparente apareció en la puerta, todos parecieron extrañados, pero finalmente era un restaurante y todos eran bienvenidos.
Al no encontrar sitio para sentarse optó por ocupar uno de los bancos de la barra y recibió la atención personal de Eduardo, quien parecía sorprendido e interesado de forma particular.
La sugerencia, por supuesto, fue la especialidad de la casa.
Con el tormento asomando por cada uno de sus poros, reflejado en cada uno de sus movimientos ordenó un vaso con agua, una taza de café y un cenicero.
Pasados los primeros 10 minutos los invitados y comensales se olvidaron de su presencia, pero Eduardo decidió quedarse cerca.
Con el vaso y la taza vacíos y el segundo cigarro consumido, el extraño personaje se puso de pie….
-«Era mi cumpleaños, nunca había tomado y ese día había sido perfecto. El auto fue regalo por mi graduación de la prepa y quería que Laura, mi novia, me viera manejandolo. Yo quedé inconsciente. La culparon a ella, iba sobre mi y murió sobre el asfalto. No sé si te sea suficiente pero yo lo necesito…
El estallido ensordeció a los atónitos espectadores, Eduardo supo que no le era suficiente… aunque la culpa la tenía casi superada, el hecho le recordó que la vida no olvida….
– No vi el semáforo en rojo… había celebrado el regreso de mi mejor amigo… les tomó 2 horas sacarnos del auto… no me culparon… quedé cuadrapléjico… balbuceó entre su propia sangre.